Inspirado por el pasado post sobre las películas que tuvieron que ver con nuestra Quilmes, especialmente desde Barcelona nos envía el siguiente escrito, a propósito del cine que vivió en las salas quilmeñas de su infancia.
"Carlitos"
Por Juan Antonio Benavent
Mi inmediato pasado se esparce entre dos mundos. Ellos compendían y a la vez desglosan lo que guarda mi baúl de los recuerdos.
En los sueños recurrentes del primero navegan una segunda parte de mi infancia, la juventud y un ejemplar maduro que prepara su retorno al segundo; dónde a su vez alberga el crecimiento, desde el nacimiento hasta los cinco años. En los dos mundos que compendían la experiencia de estos días, no deja de asomarse de vez en vez, el pequeño duende de bombín, ojazos negros, bigote cortito, levita ruinosa, pequeños pies que navegan en grandes zapatones y el bastoncito multiusos.
Para los que creemos en el amor y la ternura, él fue, es y será “Carlitos”. Un genio que el cine brindó a la humanidad.
Apenas le habían distinguido mis primeras luces en el “Versalles” de Barcelona. Con las otras, desembarcó entreverado en las veladas del quilmeño cine “Continuado”, allende los mares.
¿Qué era el “Continuado”? Una tradición de las salas del mundo, destinada a los chavales, y a los que se sentían chavales siendo mayores, fusilada por la televisión. El menú, servido por el haz de proyección durante tres o cuatro horas, aglomeraba dibujos animados, cortos cómicos y noticieros (entre ellos nuestro insufrible NO DO); junto a las gloriosas películas por jornadas, tipo “Los tambores de Fu Manchú” o “El capitán Maravillas”, ante las que, una sala penumbrosa, de piso regado con cáscaras de cacahuetes(1) y fundas de helados, se venía abajo.
Y mientras Serrat se iba al “Roxy”, yo, a diez mil millas de distancia acudía los miércoles de cada semana al “Cervantes”. Sin duda, la emoción nuestra era única. A diferencia de mi compatriota y sus amigos del Poble Sec, los chavales en la Argentina de 1950 –Año del Libertador, General San Martín- estábamos bien alimentados. Humildes en el consumo de otros bienes, nos arreglábamos con poca cosa. Los sobres de cromos con los grandes del fútbol; los de la marca “Babilonia”, sirviéndonos a cambio de diez céntimos viñetas coleccionables de “Flash Gordon en el Reino de Trópica”, puntualmente adheridas al correspondiente álbum; las canicas(2), florecidas de arabescos; los relucientes baleros de cedro, tachonados en la esfera de su perforación; las fantásticas revistas de historietas, de larga tradición; o las fabulosas cometas, y poco más.
¿Qué quedó de aquello que hoy nos sirva?
Quizá unas cuantas cosas, que la manía de restaurar un pasado libre de culpas y errores nos llevó a rescatar del olvido. Algunos viajes por librerías o videotecas de Francia, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos o Argentina (en calidad de turista que vuelve al pago), me devolvieron piezas añoradas. Aunque, eso sí, sin liberarme de las culpas y errores del pasado.
Es por eso que, en mi piso (o bulín mistongo, como diría el tango) hay viejos cómics, insuperables cortos de Popeye, El ratón atómico o La pequeña Lulú, y muchísimas películas por jornadas (entre ellas, las no siempre gloriosas de mi propia vida) que apenas se editaron en España. Pese al desorden imperante, todo está en su sitio, y con el plumero rigurosamente abatido sobre mis traviesos ácaros. Confieso que a veces, me valgo del frondoso archivo e intento montar sesiones propias de “Cine Continuado”, igualitas a las del “Cervantes”, bocata o palomitas en ristre.
En realidad, lo que más veo es lo que sueño, y lo que más me hace soñar es aquello que menos ácaros acumula en mis anaqueles. O sea, las viejas cintas de Charlot, joyas del “Versalles”, el “Roxy” o el “Cervantes”, maravillosamente comentadas y restauradas en el formato DVD, con doble disco.
Allí, mi héroe era “Carlitos”, aquí “Charlot”, y en el país que originó su saga “Charlie”. Por otras tierras le habrán bautizado con otros nombres. Pero será siempre el mismo. El duende petiso; un Quijote urbano de los pobres y desvalidos, nacido en los suburbios de Londres, para triunfar en una antigua colonia inglesa, que ya empañaba el esplendor de la metrópoli desde finales del siglo XIX.
En todo el mundo fue popular el personaje creado con muy pocos recursos, gracias a su incuestionable universalidad. Tal es el destino de los grandes lectores del comportamiento humano. Por eso el arte de su intérprete y creador, se proyecta más allá del cine; donde late el corazón.
Las andanzas de Carlitos no eran sinfonías pastorales. A menudo tenía enemigos temibles, como el gigantón “Trompifai” (Eric Campbell, víctima de un accidente automovilístico en 1917), o le merodeaba gente estúpida e insensible; sobre todo los ricos, los avariciosos y sus sirvientes. Él, de rigurosa levita y remiendos por doquier, obraba con la dignidad de un caballero de guantes agujereados, ante las damas y viejecitas. Era con los prepotentes y desaprensivos que rozaba la malignidad. Ahí nos tronchábamos. Pero su dignidad era extraordinaria en todas las circunstancias. La noviecita de siempre (la pobre Edna Purviance, luego borracha perdida) era la dulce belleza que soñábamos encontrar en el futuro. Él no siempre la conseguía; aunque tampoco eran sus películas, cortas o largas, eran historias románticas pese a estar impregnadas de romanticismo. Más bien eran dramas objetivos que su genio transformaba en comedias.
En ellas había mucho Dickens. “El chico”, por ejemplo, es puro Dickens. La idea de la miseria o la estrechez, dominante en sus cintas hasta “Monsieur Verdoux”, la llevaba en sus alforjas desde su pobrísima niñez. Sin padre conocido y junto a un hermano (Sydney, luego excelente actor y productor), malvivían con su madre, una comedianta de papeles raleados, víctima de la sífilis. Él la adoraba, y es a ella ya fallecida, que se dirige cuando lanza su vibrante discurso de rebelde barbero judío en “El gran dictador”.
Detrás de cada escena en la que su genio nos divierte o conmueve, gastó mucho celuloide. Tal como reflejan los fotogramas de esa joya documental, titulada “El Chaplin desconocido”, era un fantástico improvisador, perfeccionista y exigente hasta la crueldad, con técnicos y actores. Repasando la historia del cine encontramos en otros grandes creadores la misma impronta; marca de fábrica en los genios de un arte industrial.
Fuera de estas joyas de la cultura contemporánea que nos dejó Chaplin, poco queda hoy del cine mudo, para el gran público y los espíritus sensitivos.
En su género conservamos a Buster Keaton, desde luego. Pero el enfoque humano de la obra de Chaplin rebasó la de este otro talento; ya alcohólico y decadente en la época que nuestro hombre debió irse a Europa, tras ser enjuiciado, públicamente escarnecido, y vetadas sus películas en la América grotesca del senador McCarthy.
Hay gestos, miradas y actitudes de Carlitos frente a la vida, que nos conmueven con la intensidad de hace medio siglo. Su soledad navideña en “La quimera del oro”, cuando queda con la mesa puesta y las velitas encendidas en la cabaña rodeada de nieve, mientras los buscadores de oro y sus mujeres celebran la navidad en el pueblo; la sonrisa a media asta mordiendo el clavel ante la cieguita –que ve gracias a su anónima ayuda- y acaba reconociéndole, en la escena más conmovedora de “Luces de ciudad”; la ternura de vagabundo íntegro y lleno de coraje, con la que ampara a “El chico” Jackie Coogan; y muchos, muchísimos otros, multiplicados por la mirada viva de sus películas, continúan acompañando nuestros mejores sueños. Los que alejan las pesadillas.
Son aquellos, que dan a nuestras arrugas de hoy el color de la difícil sonrisa, y ¿por qué no?, hasta el fruto de alguna lágrima…
(1) maníes.
(2) bolitas.